Mijaíl Mijailovich
Arnikov amaba la música. Tan apasionada querencia por la armonía y
la belleza del sonido llevaba por ende aparejado un insufrible
displacer por el ruido y la cacofonía. Para su desdicha, aquel
caluroso día de primavera le había tocado cumplir visita a la dacha
de los Molótov, familia con la que estaba lejanamente emparentado,
y por demás obligado al menos anualmente, a celebrar la onomástica
de de la matriarca, Alexeia Molotova, prístina institución de las
numerosas huestes que aglutinaban, hijos, nietos, bisnietos,
sobrinos, cuñadas, yernos, nueras, primos carnales, primos lejanos y
amistades, tanto directas como -y este era el caso del buen Mijaíl
Mijailovich- indirectas.
Tenía la familia
Molótov la cerril costumbre de expresarse siempre a voz en cuello,
incluso y para ludibrio de los parroquianos, en el sagrado
confesionario, amén de cantar espantosamente desde la ingestión del
primer trago de vodka. Habría que decir que la familia Molótov era
diametralmente ajena a la cuestión de afinar a la hora de entonar
sus coplillas, si bien no olvidaban disparar al cielo con sus
escopetas de postas al final de cada obertura. Alguna incauta
golondrina, desgraciada ella, caía de vez en cuando abatida por las
salvas de rigor.
El jardín de la
dacha era amplio aunque no ilimitado, de manera que los alaridos de
los infantes, a veces semejantes a los verraqueos de los lechones
cuando son arrastados al altar del sacrificio, hacían casi imposible
la sosegada conversación que Mijaíl Mijailovich intentaba mantener
con la nonagenaria Alexeia Molotova.
Mijail Mijailovich
soportaba con resignación aquella feria infernal hasta que
encontraba la excusa idónea para subir a su automóvil y partir en
pos del sosiego de su hogar. Aquel día, como tantos, Mijail
Mijailovich ansiaba llegar a sus aposentos, quitarse los zapatos y
tumbarse en el sofá para escuchar la emisora de radio que siempre
emitía música rigurosamente clásica. Era una manera, como otra
cualquiera, de descontaminar su agotado cerebro, de olvidarse de la
agresiva contaminación acústica que tanto detestaba. La música era
para Mijaíl Mijailovich la principal razón por la que la vida
merecía ser vivida, el único elemento que merecía quebrantar el
silencio, la expresión más civilizada de la civilización, la idea
de que el ser humano era capaz de la mayor perversión, sí, pero
también de alcanzar -aunque muy de tarde en tarde- lo sublime.
No sin los
inconvenientes del tráfico, los embotellamientos, el ruido de claxon
y las humaredas de los camiones, Mijaíl Mijailovich llegó a su
casa, un adosado en las afueras de la ciudad, bajó a la fresca
bodega, donde había instalado su biblioteca y el despacho donde
algún día redactaría unas copiosas memorias, y encendió el
aparato de radio.
Algo no iba bien.
Los botones del amplificador indicaban el volumen ideal, la
frecuencia modulada, el encendido correcto, y el dial estaba situado
en la posición de la emisora de música clásica, pero, por más que
girase la rueda del volumen, allí no surgía sonido alguno. Revisó
el cable de la antena, apretó el enchufe (cosa innecesaria, pues el
led de stand by estaba encendido) golpeó suavemente los laterales
del aparato, y volvió a mirar la posición del dial. Todo estaba
como debería estar; todo menos la música. En esas condiciones
debería estar sonando alguna pieza, tal vez una sonata de piano de
Shubert, una ópera de Rossini, una sinfonía de Mahler, un lieder de
Richard Strauss, un cuarteto de Mozart... algo, lo que fuera, daba
igual, porque Mijaíl Mijailovich necesitaba, ansiaba, anhelaba
escuchar, sentir, paladear, viajar con la música que más amaba.
Luego, estupefacto,
permaneció más de cuatro minutos mirando fijamente su amado aparato
de radio, hasta que una voz, la voz del locutor, aclaró: acaban de
escuchar ustedes la pieza denominada 4'33", del compositor John
Cage.