domingo, 24 de mayo de 2020

RUIDO


Mijaíl Mijailovich Arnikov amaba la música. Tan apasionada querencia por la armonía y la belleza del sonido llevaba por ende aparejado un insufrible displacer por el ruido y la cacofonía. Para su desdicha, aquel caluroso día de primavera le había tocado cumplir visita a la dacha de los Molótov, familia con la que estaba lejanamente emparentado, y por demás obligado al menos anualmente, a celebrar la onomástica de de la matriarca, Alexeia Molotova, prístina institución de las numerosas huestes que aglutinaban, hijos, nietos, bisnietos, sobrinos, cuñadas, yernos, nueras, primos carnales, primos lejanos y amistades, tanto directas como -y este era el caso del buen Mijaíl Mijailovich- indirectas.
Tenía la familia Molótov la cerril costumbre de expresarse siempre a voz en cuello, incluso y para ludibrio de los parroquianos, en el sagrado confesionario, amén de cantar espantosamente desde la ingestión del primer trago de vodka. Habría que decir que la familia Molótov era diametralmente ajena a la cuestión de afinar a la hora de entonar sus coplillas, si bien no olvidaban disparar al cielo con sus escopetas de postas al final de cada obertura. Alguna incauta golondrina, desgraciada ella, caía de vez en cuando abatida por las salvas de rigor.
El jardín de la dacha era amplio aunque no ilimitado, de manera que los alaridos de los infantes, a veces semejantes a los verraqueos de los lechones cuando son arrastados al altar del sacrificio, hacían casi imposible la sosegada conversación que Mijaíl Mijailovich intentaba mantener con la nonagenaria Alexeia Molotova.
Mijail Mijailovich soportaba con resignación aquella feria infernal hasta que encontraba la excusa idónea para subir a su automóvil y partir en pos del sosiego de su hogar. Aquel día, como tantos, Mijail Mijailovich ansiaba llegar a sus aposentos, quitarse los zapatos y tumbarse en el sofá para escuchar la emisora de radio que siempre emitía música rigurosamente clásica. Era una manera, como otra cualquiera, de descontaminar su agotado cerebro, de olvidarse de la agresiva contaminación acústica que tanto detestaba. La música era para Mijaíl Mijailovich la principal razón por la que la vida merecía ser vivida, el único elemento que merecía quebrantar el silencio, la expresión más civilizada de la civilización, la idea de que el ser humano era capaz de la mayor perversión, sí, pero también de alcanzar -aunque muy de tarde en tarde- lo sublime.
No sin los inconvenientes del tráfico, los embotellamientos, el ruido de claxon y las humaredas de los camiones, Mijaíl Mijailovich llegó a su casa, un adosado en las afueras de la ciudad, bajó a la fresca bodega, donde había instalado su biblioteca y el despacho donde algún día redactaría unas copiosas memorias, y encendió el aparato de radio.
Algo no iba bien. Los botones del amplificador indicaban el volumen ideal, la frecuencia modulada, el encendido correcto, y el dial estaba situado en la posición de la emisora de música clásica, pero, por más que girase la rueda del volumen, allí no surgía sonido alguno. Revisó el cable de la antena, apretó el enchufe (cosa innecesaria, pues el led de stand by estaba encendido) golpeó suavemente los laterales del aparato, y volvió a mirar la posición del dial. Todo estaba como debería estar; todo menos la música. En esas condiciones debería estar sonando alguna pieza, tal vez una sonata de piano de Shubert, una ópera de Rossini, una sinfonía de Mahler, un lieder de Richard Strauss, un cuarteto de Mozart... algo, lo que fuera, daba igual, porque Mijaíl Mijailovich necesitaba, ansiaba, anhelaba escuchar, sentir, paladear, viajar con la música que más amaba.
Luego, estupefacto, permaneció más de cuatro minutos mirando fijamente su amado aparato de radio, hasta que una voz, la voz del locutor, aclaró: acaban de escuchar ustedes la pieza denominada 4'33", del compositor John Cage.

3 comentarios:

  1. Sabía que estabas en el grupo de culteranos que pillarían el final. Espero que Ismael, por la cuenta que le trae, también muerda. Del protagonista, por descontado.

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  2. Mordí. Es lo que tiene el moelno de Cage, que siempre suena a silencio excepto cuando juega con un piano infantil, que de todo hay en la viña del señor, hasta uvas.

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